Esto es lo prometido hace tiempo, instantes del viaje por la Patagonia que hice este verano con mis hijas y unos amigos que viajaban en otro auto. Gaiman, pequeña localidad fundada por los galeses en el valle del río Chubut, donde abundan las flores y las casas de ladrillo, es un lugar que me ha atrapado desde el primer momento. Por eso fue incluida como lugar de pernocte. Dormimos en un viejo hotel remozado, donde hace un siglo guardaban las lanas que el ferrocarril llevaría hacia el norte. Siempre me las he ingeniado para pasar aunque sea un ratito por Gaiman, sentarme en la plaza perfumada por las rosas, mirar la iglesia tan blanca, cruzar el río por el viejo puente colgante; aunque fue imposible tomar el té al estilo de los galeses, que en realidad es un producto turístico inventado por aquí, porque cuando tuvimos ganas ya todas las casas de té cerraban. Al día siguiente, luego del desayuno en una larga mesa de mantel blanco con puntillas fuimos a visitar una chacra (de la que habrá otro post) y continuamos viaje rumbo a Río Negro. Ya instaladas en la playa, todos los días descubría la falta de alguna de mis ropas: una camisa, la campera, etc. Como no las necesitaba no le dí mayor importancia al asunto, pero cuando preparábamos el equipaje para el regreso y había que dejar a mano la ropa para el frío, sí me preocupé. Con ayuda de las fotos y lo que quedaba de mi memoria calcinada durante las siestas bajo el sol, reconstruí mis últimos encuentros con las prendas desaparecidas. No había dudas, las había dejado en Gaiman. ¿Pero cómo? Si siempre me fijaba bien que no quedase nada en los hoteles... Hablé por teléfono con la encargada del alojamiento y dijo que sí, que tenía una bolsa con todo lo que yo había dejado en la habitación.Me sentí rara, como se sentirán los locos cuando les dan la evidencia de algo que hicieron y que no registran para nada como propio. Unos días después, mientras mis amigos me esperaban en Trelew, manejé los veinte kilómetros hasta Gaiman. Entré al comedor del hotel, donde unos turistas almorzaban y salí al rato con una bolsa con mi querida, queridísima ropa. El momento fue perpetuado en un par de fotos por mis hijas, pobres, que tienen que padecer el estigma de una madre soñadora. Mientras me daba una última vueltita por las apacibles calles de Gaiman, donde el tiempo no transcurre igual que en otros sitios, prestando atención a las viejas casas de piedra adormiladas, a la gente silenciosa, a los secretos que los muros no alcanzaban a guardar, me prometí que nunca dejaría de ser así de distraida. |
domingo, mayo 08, 2005
Historias Mínimas I
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6 comentarios:
Si no he leído mal antes, nos acabas de presentar a tus hijas; en cierto modo, saberlo me aproxima un poco más a ti. Y me alegro, es como si tu imagen adquiriese una entidad más concreta. Algo así.:-))
Por otra parte, linda promesa la que has hecho; y un post estupendamente narrado.
(te salen muy bien los textos largos)
Besos, muchos
Buenísimo... me llevó a ese lugar del que nunca quiero partir, aunque siempre lo hago.
Hijas?... mmm.
Nosotros no nos conocemos y capaz que nuestros hijos si.
Mis respetos, como siempre.
Alguien me dijo que leer mi blog es como leer algo entre sueños...no sé, tal vez uno sin pensarlo se construye un personaje y no da muchos datos concretos sobre su existencia. Pensé que había hablado de mis hijas, que son 5; también tengo un hijo. O sea Thirthe que en varias cosas nos parecemos. Y sí, seguro Ale del Sur que mis hijos conocen a los suyos. Es más, yo a usted lo conozco, de lejos, como ya le dije. Y el sábado lo escuché en la radio. Pero no, no conozco esa voz, es decir que de cerca no lo conozco.
Me acabo de poner colorado...
..¿me escuchó el sábado?...
Seguramente -entonces- falta solo que nos conozcamos...
...aunque ya conozco aquello que es escencial.
Buen descanso.
¡Gulp! o ¡Ups!
¿?
.....
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